Hoy es un domingo atípico de bares abiertos, calles llenas y cines vacíos. Un domingo lleno de luz frente a la oscuridad que muchos desean implantar en la Semana Santa, una de las semanas más tremendas del año en Córdoba y de la que sólo puedo hablar de modo autobiográfico. Ustedes me perdonen.
Adoro las procesiones desde la duda espiritual. Desde lo agnóstico. Y reivindico ese lugar frente al “capillismo” imperante que respeto a la vez que rebato por su provincianismo e inflexibilidad. Para mí este teatro de los misterios significó desde temprano pintar de colores la religión. Aunque hubiese amargura, dolor y muerte, se adornaban con música, bulla, calle y belleza. Una fiesta frente al gris del colegio de monjas.
Mi percepción de esta belleza invasiva que significa la Semana Santa proviene más de lo humano que de lo divino: de la frontera natural de esta celebración entre el invierno y la primavera. De la tortilla y las pipas. De los perritos de Lucas y los helados de la Flor de Levante. De los encuentros inesperados en la bulla. De El Pele cantando bajo la Malmuerta. Del silencio. Del concepto estético del grupo Cántico en el Remedio de Ánimas. Del Vía Crucis en la calle Cabezas y Las Angustias en la Piedra escrita. Del incienso. De la calle La Feria. De tocar un paso y que me susurre un nazareno. Del barrio del Naranjo. De las risas. De mirar desde sitios tan poco convencionales como el escaparate del Soul. De la especial intimidad que todo esto que genera a pesar de la multitud. Y lo mejor de todo, de percibir la ciudad de otro modo durante esos días.
La jerarquía eclesiástica siempre ha ninguneado las procesiones hasta ahora, que las iglesias están vacías. Eran demasiado populares. Ahora las ven como artefactos evangelizadores, pero mucho me temo que las procesiones van más allá de ser una manifestación religiosa, que también, para algunos. Aquí cabemos todos los que hemos crecido con ellas. Y las consideramos una fiesta porque acaba bien. Con la resurrección.