Existen ciudades con orquesta y ciudades sin melodía. Córdoba siempre sonó a silencio, tan nocturno y encalado como cómplice y cobarde. El progreso lo acalló en parte gracias a lo que nos trajo la Expo: el AVE y una Orquesta. Era la época en la que se configuraba el mapa sinfónico andaluz con dos grandes orquestas -Sevilla y Málaga- y dos medianas -Granada y Córdoba-. La nuestra fue la cuarta en engancharse entonces y, 20 años después, lucha por sobrevivir sabiéndose el eslabón más débil, la más desprotegida de las cuatro andaluzas a causa de lo público y de lo privado.
El 29 de octubre de 1992 el maestro Brouwer dirigía por primera vez a la Orquesta de Córdoba en el Gran Teatro. Un gran acontecimiento. Rafael Orozco interpretó el Concierto Emperador de Beethoven y Adolfo Marsillach puso voz a la Guía de Orquesta para jóvenes de Britten, toda una declaración de intenciones de lo que la formación clásica traería: hábitos culturales. De los 69 abonados de la primera temporada se ha llegado a los 1.000 y pico en esta última. La música clásica se ha explicado a no sé cuantos miles de escolares en los conciertos didácticos y la orquesta ha tocado en barrios en los que nunca sonó la música clásica. Su labor pedagógica y democrática nos ha regenerado como ciudad y como ciudadanos.
Dicho lo cual y viendo lo que viene, los hábitos culturales deberían introducirse ahora entre la oligarquía cordobesa con un solo objetivo: la filantropía. Soñamos con que los ricos y los emprendedores se conviertan en generosos mecenas, ley de mecenazgo mediante (de una vez) que les otorgue marco jurídico y reconocimiento social. Recordemos que la revista Cántico nunca hubiera existido sin el patrocinio de Baldomero Moreno (a quien se le tuvo que ocultar la homosexualidad reinante, claro está). Por todo ello les hemos quitado las velas a la Junta y se las hemos encendido tanto a los empresarios deseosos de unir su nombre al de Bach, como a un Ayuntamiento cuyo concejal de Cultura es catedrático de piano y ama a la orquesta.